Cuando escribí El Mundo de los Véus, me hice una pregunta peligrosa: ¿qué pasa si alguien se arranca el Véu? Ese velo que cubre la realidad, que la adorna con imágenes, olores y sonidos que nunca fueron suyos.
Al arrancarlo, el mundo aparece desnudo. Es un lugar árido, incómodo, muchas veces cruel. Pero también es un lugar verdadero. En esa crudeza late la posibilidad de libertad. Porque solo quien se atreve a mirar lo real puede comenzar a transformarlo.
El Véu, entonces, es metáfora de lo que aceptamos sin cuestionar: normas, ficciones, pantallas que nos hacen creer que la vida es soportable porque está “decorada”. Mi obsesión fue mostrar que, al quitar esa máscara, no hay garantías de belleza, pero sí de autenticidad.
Ver el mundo como es duele. Pero en ese dolor empieza la verdadera revolución interior.