En El Jesuita del Vino, exploro lo que llama “embriaguez espiritual”: esa consecuencia del deseo humano que busca satisfacerse en sueños y anhelos, a veces vagos, a veces indispensables. El vino aparece como vehículo, como alquimia que convierte la sangre en voluntad y la voluntad en preguntas.
Pero el trasfondo es aún más hondo: ¿es nuestra voluntad la que se alza o la de otro que nos habita? ¿Dónde está el límite entre ambas? Esa frontera borrosa es el terreno fértil de este cuento, y el lector es quien debe decidir cuál copa levantar y con qué intención beberla.
El vino, en esta historia, no es solo una bebida; es un símbolo de transformación. Es la sangre de la tierra, el fruto del trabajo humano, y también el espejo de nuestras pasiones y contradicciones. Cada sorbo es una pregunta, cada copa, una decisión. ¿Estamos bebiendo para olvidar o para recordar? ¿Para escapar o para enfrentar?
El Jesuita, como personaje, encarna esta dualidad. Es un hombre de fe, pero también de dudas. Un hombre que busca en el vino respuestas que no encuentra en la oración. Su viaje es un reflejo del nuestro: un viaje hacia el interior, hacia el lugar donde residen nuestras verdades más profundas y nuestras mentiras más convincentes.
Espero que este cuento te invite a reflexionar sobre tus propias fronteras, tus propias copas, y las decisiones que tomas cada día. Porque, al final, todos somos un poco como el Jesuita: buscando en el vino, en la vida, en el amor, una embriaguez que nos haga sentir más vivos.