Hay portadas que son simples. Otras que son bellas. Y hay portadas que no quieren gustar. Quieren sacudir.
Cuando terminé de escribir La Reversión de las Divinidades —antes de que llevara ese nombre en el blog— quise darle un nuevo aire. Reescribirla para que fuese más legible, más pulida. Parte de esa transformación incluía un nuevo rostro: la portada.
Envié mi idea a un diseñador. Era clara:
“... Una imagen donde un símbolo religioso caía, destruido por una entidad que representara la corrupción, en un campo oscuro, cercano a la muerte...”
No era una imagen amable. No debía serlo.
Dos días después, recibí la respuesta: El diseñador rechazaba el trabajo. No podía dibujarlo. Decía que la imagen iba en contra de sus valores y creencias.
Ese momento me enseñó algo: La portada no es una simple decoración. Es una declaración (statement). Es el momento en que el autor se planta frente al mundo y dice:
“¡Este es el mensaje que quiero transmitir!”
Desde entonces pienso que incluso no tener imagen —optar por un título limpio sobre un fondo liso— es otra forma de declaración. Un reto a la imaginación del lector. Un golpe sutil que deja la frase grabada en la retina, invitando a entrar.
No todas las portadas buscan complacer. Algunas, como ciertos libros, están hechas para que nadie salga ileso después de mirarlas.
Una recomendación para ustedes:
La portada es el umbral. Es el portal para entrar en el paraíso de tu libro. Por lo que, cuando armes una, piensa en lo siguiente:
- ¿Qué es lo que deseas provocar?
- Esta portada, ¿invita, provoca, refleja, aleja?
- ¿Qué tan dispuesto estoy a incomodar para ser leal a mi mensaje?
Espero que esto te resulte de utilidad. A ti, a que quieres llevar a cabo esta aventura.
Nos encontramos en otra obra. Revisa nuestro sitio.
Te esperamos.
