¿Por qué la fe en uno mismo se parece tanto a la inocencia de un niño? Porque mientras más niños somos, menos miedo existe. El mundo aún no ha tenido tiempo de enseñarnos a temer o a dudar. Los escepticismos, las inseguridades, los ponen otros en nuestra vida: quienes no lograron completar sus sueños o quizás nunca los alcanzaron. A ellos solo puedo decirles: no le roben los sueños a nadie. Vuelvan a creer en los suyos propios. Con bondad. Con cariño. La oportunidad se acaba únicamente cuando el cuerpo o la mente ya no nos acompañan.
¿Y si en otra vida hubiese una nueva oportunidad? A veces pienso que sí, que uno puede recordar lo que fue incluso más allá de esta vida. Tal vez por eso los sueños nunca se extinguen del todo.
Cuando pienses en Galactique y Galactiquito construyendo su nave, cierra los ojos y obsérvate a ti mismo construyendo aquello que siempre quisiste de niño. ¿Ya lo hiciste? Entonces dime: ¿qué quieres construir ahora? Piénsalo con calma. Y si el tiempo se vuelve escaso, siempre podemos pedir a alguien más que crea en nosotros y continúe nuestra obra, nuestro legado.
Yo mismo conocí a un familiar a través de una obra póstuma. Alguien tomó sus sueños y decidió compartirlos, darles una segunda vida. Eso me pareció maravilloso. Porque las obras nos sobreviven, nos recuerdan, nos devuelven a la vida aún cuando ya hemos partido a otro mundo.
Galactique y Galactiquito nos enseñan que la fe en uno mismo es un acto infantil y sagrado a la vez: creer que lo imposible se puede construir con las manos y con la esperanza. Y que ese acto, por pequeño que parezca, puede convertirse en nuestro verdadero legado.
