Escribir no es solo entregarse a la inspiración que emana del alma. También es planificación —superficial o minuciosa—; es disciplina para sostener la entrega; es la motivación que empuja la fuerza de nuestras falanges sobre el papel o el teclado.
Mi faro, siempre, es lo que representa el núcleo de la historia. A veces, dejo que mis personajes hablen por mí. Son ellos quienes, en su sinceridad prestada, me devuelven a lo esencial.
Lo cierto es que no siempre está presente esa fuerza, ese “sentimiento” que parece encenderlo todo. Es una de las cosas más frustrantes en el arte de escribir. A veces, la inspiración llega al amanecer, otras veces muy tarde en la noche. O aparece mientras estudiamos, trabajamos, amamos. Ceder a ella es tentador. Y, sin embargo, la vida también exige continuidad. Pero, cuando logro conectar con un conjunto de emociones mientras escribo —y ese acto es correspondido, ya sea por quienes me leen o por mí misma al releer—, entonces surge el sentimiento. No como emoción pasajera, sino como algo más profundo. Más imperecedero. Casi permanente.
Ese sentimiento se fortalece con el tiempo. Mientras más se cultiva, más adictivo se vuelve. Y más difícil es abandonar la escritura.
Cuando escribí Entre Amores y Abismos decidí publicarlo —capítulo a capítulo—. Fue arriesgado. Nunca me había atrevido a tanto. Tenía miedo. Terror y pánico. Pero, el texto fue prontamente bien recibido. Si bien no calzaba puramente con la lengua del sitio, muchos agradecieron la elegancia del escrito porque era algo novedoso. Pero la historia era muy cruda. Por lo que mis sentimientos de motivación eran mezclados. Por un lado, tenía felicidad y entusiasmo. Por otro lado, sentía tristeza y conmoción por la historia.
El papel de Daniel me sobrecogía. Cómo ser un personaje estoico que va enfrentando un gran golpe en su vida.
Al final, cuando escribí las últimas líneas del libro, lloré con toda mi emoción. Pero fue divino. Porque lloraba por un sentimiento mayor: Gratitud. Es algo que pocas veces se siente. Y quiero volver a sentirlo. Uno de los sentimientos que más recomiendo ejercitar es el de la autoafirmación. Decirse a una misma —o a uno mismo— lo maravilloso que estás haciendo. Aunque haya una vocecita interior que apague tu impulso creativo, dale pausa. Haz silencio hasta que puedas modular esa voz con tu voluntad.
Lo más bello de este proceso es que, sin darte cuenta, te cultivas como una flor en el campo. Eres lavanda, girasol o la flor que prefieras —la que tenga los pétalos que más te encantan— en el jardín inabarcable de la humanidad.